Todos los ciudadanos de este país tienen alguna idea
(o varias) de cómo regenerar la vida política española. Los únicos que parecen
no tener ninguna son los políticos.
Ahí radica precisamente el problema. En ellos.
O sea, que si logramos reconvertir a nuestros
políticos modificando su comportamiento, cambiando su modo de organizarse (o
sea, los partidos políticos), exigiéndoles ser más competentes, atribuyéndoles
responsabilidades (incluso penales) y obligándoles a responder directamente
ante sus electores (y no ante los partidos que los manejan) habremos regenerado
nuestra democracia antes siquiera de habernos dado cuenta.
Lo primero, que los políticos sean competentes. ¿De
qué, por consiguiente, esa interminable serie de asesores que no son más que
enchufados a costa del erario público? Si algún político necesita asesorarse
(como nos ocurre a cualquiera), tiene para ello cantidad de funcionarios
públicos, se supone que bien preparados y que han superado oposiciones
específicas para el cometido que se les ha asignado.
En segundo lugar: ¿quiénes deben ser políticos? Muy
sencillo: los que el pueblo quiera y no los que designen unos partidos
condicionados por intereses endogámicos. Hay muchos sistemas para ello: desde
listas abiertas hasta bajar el umbral electoral, pasando por la circunscripción
uninominal, en la que un solo candidato por partido pelee en cada distrito por
ganar el voto de los electores.
Finalmente, hay que concluir con la impunidad clasista
de los políticos de oficio, que entran en esa profesión en la adolescencia (en
vez de continuar sus estudios) y la prolongan de por vida, jubilándose en
consejos consultivos, empresas públicas y otros inútiles asesoramientos de los
que no tienen ni idea (en confesión propia de ex consejeros de cajas de ahorros
ante las comisiones correspondientes).
Así se acabaría con el ruinoso abultamiento de lo
público, la opacidad administrativa (como la de afirmar en sede parlamentaria
que los contratos públicos son confidenciales, vaya por Dios) y la
irresponsable ignorancia de unos políticos asilvestrados e imbéciles.
Como ven, se trata de unas ideas mínimas para
aplicar el sentido común en vez de la conveniencia partidista. Pero, claro,
como la reforma está en manos de los mismos que se verían perjudicados por
ella, ya me dirán cómo podemos meterla mano.
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