La
ley que creó las televisiones autonómicas en 1983 no preveía que iban a costar
al contribuyente varios miles de millones de euros, como así ha sido. Su
modesto objetivo era aumentar la pluralidad en un país donde sólo existían dos
canales estatales de TV y, sobre todo, propiciar la emisión en lenguas
vernáculas distintas del castellano allá donde se hablaran.
Ya
ven que ese propósito queda lejos de la hemorragia económica a que ha llevado
el que España sea el país del mundo con más televisiones públicas (y más
caras).
La
paradoja es que justo en la época de su instauración se privatizaban o cerraban
medio centenar de medios de comunicación escritos pertenecientes al Estado.
Otro
absurdo no menos notorio: si era lógica la creación de teles en euskera, catalán
o gallego, ¿por qué habrían de abrirse otras en castellano en el resto de
España? ¿Y por qué, sobre todo, hacerlo después de la eclosión de canales
privados, algunos de los cuales han acabado por cerrarse?
La
única explicación de todo ello es la conveniencia de unos políticos que han
usado las televisiones autonómicas en beneficio propio y de sus servidores y
paniaguados.
El
cierre de Canal Nou supone, al parecer, un punto de inflexión en esa sangría
económica aunque acabe siendo bandera de un nuevo combate político entre los
que están en el poder y quienes aspiran a sucederles.
Eso
no tiene nada que ver con la condición de servicio público que proclaman los
defensores de ese faraónico modelo.
La
televisión sólo es pública si no da los eventos deportivos, culebrones,
concursos y películas que emiten los canales privados. Eso sucede, por ejemplo,
en Estados Unidos, donde, claro, la PBS tiene una modesta audiencia del 2%
debido a esa apuesta por la diferenciación y la calidad.
Para
mantener el monumental tinglado de nuestras televisiones autonómicas tampoco es
válido el argumento de la especificidad territorial y la cobertura informativa
de acontecimientos locales. Eso podría solventarse como en Alemania, donde un
solo canal federal, la ZDF, tiene tres horas diarias de desconexiones para que
los distintos landër del país den su
propia programación diferenciada.
Esa
sí que sería una televisión autonómica sostenible y no el gigantesco fraude
para los contribuyentes en que se han convertido nuestras TV públicas.
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