Entiendo perfectamente el que muchos habitantes del
enclave burgalés del Condado de Treviño prefieran pertenecer a Euskadi en vez
de a Castilla y León. Sólo con la aplicación del concierto económico vasco, su
nivel de vida ascendería un montón de puntos.
Por esa
misma regla de tres, todos nos beneficiaríamos si nos incorporásemos al País
Vasco. No sólo se acabarían así las veleidades independentistas formuladas en
su día por el lehendakari Ibarretxe, sino que por fin todos los
ciudadanos del Estado español seríamos jurídicamente iguales.
Otro tanto cabe
decir respecto a Cataluña. Los nacionalistas catalanes aspiran, con razón, a un
pacto fiscal que les equipare a los vascos. Los más radicales de ellos apuestan,
además, por la independencia pura y simple. Así se ahorrarían el coste de la
solidaridad de tener que convivir con el resto de los ciudadanos españoles.
Ante esa embarazosa
eventualidad, propongo que seamos los demás quienes nos adhiramos a una
hipotética independencia de Cataluña, lo cual sería lo mismo que volver a repartir las
cartas de juego pero con una absoluta equidad entre todos los contribuyentes.
Reconozco
que exponer esta humorada —este despropósito, si se prefiere— no me resulta nada
difícil. Uno ha nacido en Bilbao, qué quieren que le haga, y, por otra parte,
conoce lo suficiente la lengua de Espriu
y de Verdaguer para haber disfrutado
hace bien poco con la espléndida novela Jo
confesso, del admirable escritor Jaume
Cabré.
Anécdotas personales al margen, está
visto que tanto la diferenciación como la insolidaridad son elementos consustanciales
a las demandas territoriales extremistas. Pero, ¿por qué se deben beneficiar de
ellas sólo unos cuantos ciudadanos en perjuicio de todos los demás?
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