Veo por internet la protesta en topless de unas
feministas que defienden los derechos de las mujeres árabes. Pues bien: creo
que la exhibición de sus pechos obedece más a darse el gustazo de hacerlo que a
favorecer a las pobres islamistas oprimidas.
La suya es
una acción contraproducente, ya que imagino a los rijosos fundamentalistas
coránicos diciendo: “¿Veis adónde pueden llegar nuestras mujeres si tenemos con
ellas manga ancha? En vez de eso, démosles más garrotazos y pongámosles más
burkas para que no se desmadren”.
Resulta que
cada vez hay más casos de éstos, en los que el personal, en su acaloramiento,
se dedica a escupir hacia arriba, con lo que sus salivazos acaban cayendo en su
propio ojo, en vez de alcanzar al de su oponente, como era su intención.
De alguna
manera, eso sucedió hace bien poco en nuestro país con el bienintencionado
movimiento de los indignados. Algo
tan espontáneo y tan justificable, que debería haber puesto a nuestros políticos
frente a sus contradicciones, acabó disolviéndose como un azucarillo en cuanto
algunos aprovechados intentaron utilizarlo para sus fines partidistas.
Ahora puede
ocurrir lo mismo con otras acciones de agitación ciudadana, como la de stop desahucios. Su loable intención,
que cuenta con indudable apoyo popular, está deslizándose hacia el acoso y la
intimidación personal a los políticos, con lo que puede salirle el tiro por la
culata: si ya resulta difícil de por sí que nuestros mandatarios pisen la calle,
esta sañuda persecución puede llevar a que no les veamos el pelo y sean más
inaccesibles y más hoscos que nunca.
Y es que en
las protestas, como en otros afanes de la vida, si no se sabe hacer bien, puede
acabar siendo peor el remedio que la enfermedad.
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