La crisis ha dejado un reguero de cementerios de hormigón
por toda España, habitados sólo por los esqueletos de miles de construcciones
inacabadas y sin esperanza de conclusión.
Si se
tratase tan solo de obras civiles, de urbanizaciones fantasmales, hoteles en
chasis y pisos sin paredes ni remates, la cosa aún tendría un pase: allá con
sus promotores, pillados en el riesgo de la libre empresa, que lo mismo los hace
millonarios que los convierte en parias sociales.
Lo peor es
el dinero público invertido. Y dilapidado.
A veces se
ha aplicado a obras públicas menores, como el non nato centro de la Policía
Local de Alicante o el de Interpretación de Parques Naturales de Orense. Pero también
a muy mayores, como los quiméricos aeropuertos de Ciudad Real o Castellón, el
Centro de Artes de Alcorcón o la Ciudad de la Cultura de Santiago.
A este
despropósito monumental —nunca mejor dicho— han contribuido todas las
Administraciones públicas: locales, regionales y nacionales, con decenas y
decenas de miles de millones que si se hubieran dedicado a inversiones
productivas otro gallo nos cantaría.
Algunas de
esas obras —como el gaditano Puente de La Pepa o la ciudad de las Artes de
Valencia— han acabado costando un 60% más de lo proyectado y otras vienen
renqueando desde hace veinte años sin visos de finalización.
Lo bueno
del caso es que los políticos de turno se fotografiaron en su día poniendo las
primeras piedras y presumieron de esos proyectos inconclusos para ganar
elecciones.
¿Dónde están esos políticos? ¿Por qué no dan la cara y se
fotografían ahora sonriendo al lado sus fantasmagóricos e inútiles proyectos?
En vez de los escraches indiscriminados que se han puesto
de moda, es a ellos a quienes habría que pedir responsabilidades personales,
tanto de índole económica como penal por su nefasta y estúpida gestión. Si se
hiciese así, seguro que sus sucesores se tentarían la ropa muy mucho antes de
fotografiarse con la primera paletada de una obra que saben que nunca se
acabará.
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