Me
cuesta creer que sólo sean corruptos los 300 políticos imputados por diversos
delitos ante los tribunales de justicia. A tenor de mi dilatada experiencia
profesional en el periodismo, la cifra debe ser varias veces superior.
En
primer lugar, por esa especie de impunidad heredada desde aquellos ominosos
tiempos del franquismo. Resulta que la autoridad es la autoridad y para imputar
a sus señorías hay que tenerlos bien puestos. Históricamente, además, nuestra
Justicia ha estado pringada en toda clase de corruptelas, encubiertas en otros
tiempos por el delito de desacato, aplicable a quien osase criticar a un juez.
Ahora,
en todo caso, pervive una judicatura ineficiente, sin medios y de una lentitud
indecorosa. Así se explica, por ejemplo, que el político castellonense Carlos Fabra lleve ¡nueve años!
imputado de varios delitos sin ser juzgado. Si el hombre resulta inocente,
semejante dilación es una crueldad, y si es culpable supone una hiriente burla
de la justicia.
Otro
síntoma preocupante es la impunidad de los centenares de consejeros que en
estos últimos 20 años han saqueado a mansalva las cajas de ahorros. Salvo Rodrigo Rato, José Luis Olivas y pocos más, no han sido llevados a juicio, aun sabiéndose
que la mayoría de ellos llegaron al cargo con una mano delante y otra detrás y
han salido tan forrados como un príncipe saudí.
Lo
peor, sin embargo, es que los partidos políticos, sin excepción, han instaurado
la financiación ilegal de sus arcas, sobre la que han corrido ese ominoso velo
del “hoy por ti, mañana por mí”.
Por
ello, hasta que no haya una financiación de los partidos correcta, transparente
y bajo control, la corrupción no será la excepción, sino la norma en nuestra degradada
vida política.
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