Los
vecinos del 5º A, el 1º E y el 2º B de mi escalera hemos decidido separarnos de
la comunidad de vecinos, disconformes con las cuotas que tenemos que pagar. Y,
claro, hay un cabreo monumental en la vecindad.
Éste
es un ejemplo, grotesco, si se quiere, de la arbitrariedad del llamado derecho
a decidir, con el que los independentistas justifican la separación de Cataluña
del resto España.
Y
es que el susodicho derecho tiene los efectos perversos de casi todos los plebiscitos.
Uno de ellos: el de que quienes lo plantean, caso de ganar, jamás permitirían
en un futuro una consulta en sentido contrario, para incorporarse a una
soberanía más amplia.
Además:
¿quién tiene derecho a decidir?, ¿hasta qué escala o nivel puede ejercitarse
ese derecho?, ¿hasta el de mis vecinos de comunidad?, ¿o el del barrio
londinense que se declaraba independiente en la divertida película Pasaporte para Pimlico?
Todo
ello es arbitrario, por supuesto. Por ello, el Estatuto de Euskadi de 1936 pudo
imponerse a las tres provincias vascas aunque una de ellas, Álava, no lo hubiese
aprobado en el referéndum previo.
La
democracia, además, no puede funcionar a golpes de referéndum cuando existen
cauces representativos para ejercerla. ¿O es que sería democrático consultar a
los ciudadanos sobre la poligamia y la esclavitud? ¿Acaso podría abolirse la
ley de la gravedad en un plebiscito?
La
verdad es que si uno pudiese ejercer el derecho a decidir a lo mejor querría
ser norteamericano. Es lo que acaban de hacer los habitantes de Puerto Rico.
Mientras aquí vamos hacia el aldeanismo, ellos prefieren ser cola de león a
cabeza de ratón. Y es que seguramente son más listos que nosotros.
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