domingo, 11 de noviembre de 2012

Mi derecho a decidir


Los vecinos del 5º A, el 1º E y el 2º B de mi escalera hemos decidido separarnos de la comunidad de vecinos, disconformes con las cuotas que tenemos que pagar. Y, claro, hay un cabreo monumental en la vecindad.

Éste es un ejemplo, grotesco, si se quiere, de la arbitrariedad del llamado derecho a decidir, con el que los independentistas justifican la separación de Cataluña del resto España.

Y es que el susodicho derecho tiene los efectos perversos de casi todos los plebiscitos. Uno de ellos: el de que quienes lo plantean, caso de ganar, jamás permitirían en un futuro una consulta en sentido contrario, para incorporarse a una soberanía más amplia.

Además: ¿quién tiene derecho a decidir?, ¿hasta qué escala o nivel puede ejercitarse ese derecho?, ¿hasta el de mis vecinos de comunidad?, ¿o el del barrio londinense que se declaraba independiente en la divertida película Pasaporte para Pimlico?

Todo ello es arbitrario, por supuesto. Por ello, el Estatuto de Euskadi de 1936 pudo imponerse a las tres provincias vascas aunque una de ellas, Álava, no lo hubiese aprobado en el referéndum previo.

La democracia, además, no puede funcionar a golpes de referéndum cuando existen cauces representativos para ejercerla. ¿O es que sería democrático consultar a los ciudadanos sobre la poligamia y la esclavitud? ¿Acaso podría abolirse la ley de la gravedad en un plebiscito?

La verdad es que si uno pudiese ejercer el derecho a decidir a lo mejor querría ser norteamericano. Es lo que acaban de hacer los habitantes de Puerto Rico. Mientras aquí vamos hacia el aldeanismo, ellos prefieren ser cola de león a cabeza de ratón. Y es que seguramente son más listos que nosotros.

 

 

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